*Este texto forma parte de un trabajo publicado Cuadernos Hispanoamericanos, número 517-9, Madrid, julio-septiembre de 1993.
Si Mommsen, explicando sus tomas de posiciones como historiador de Roma decía: “Los que como yo han vivido momentos históricos empiezan a ver que la historia no se escribe ni se hace sin odio o amor”, mal puede uno memorizar lo vivido en momentos también históricos sin carga emotiva y con imparcialidad. Por ello, reflexionar sobre lo experimentado como uno de los protagonistas de las artes plásticas de mi país en los últimos treinta años en el cuadro general de un análisis de su cultura entre las sucesivas dictaduras y los sucesivos intentos de democracia, es un desafío difícil para mí. Ante todo, porque justamente para no tener que vivir bajo la peor de esas dictaduras me ausenté once años durante ese período y porque, por razones de becas, había vivido antes cuatro también afuera. Por otra parte, aunque me propusieron esta tarea por ser un actor y no un espectador de tales años, siento que no puedo superar una subjetividad-objetivada. Pero trataré de acercarme, al menos, a una objetividad-subjetivada y apelar a la memoria de otros para suplir mis carencias. Además, sé que por un defecto muy nuestro, no ya de los argentinos sino de los porteños, tendemos a vivir nuestros procesos como si fuesen de todo el país. Pero, al fin y al cabo, así se originó nuestro destino como nación. Esto que cuento aconteció, ante todo, en Buenos Aires.
Este artículo no es un panorama del arte de ese período, sino una explicación de las fuerzas que gravitaron en su dinámica. Esto me hace extenderme con preferencia en la década del sesenta, no porque por razones generacionales sea mía, sino porque en esos años comienza una nueva dinámica. No puedo dejar de dar nombres y, al mismo tiempo, evitaré dar muchos. Como creo que lo más importante es entender ese proceso, cuando tenga que dar listas prefiero hacerlo en notas fuera de texto.
1959-1962: El antiformalismo se enuncia
El primer quinquenio de los años sesenta se caracterizó por la enunciación de una conciencia estética antiformalista, que no es lo mismo que informalista, aunque con este último nombre irrumpió en 1959. Esta conciencia fue extremándose a partir de 1962, lo que hace que se divida este quinquenio en dos partes. Como no se dio como consecuencia de otras manifestaciones artísticas del país sino como reacción polémica, las condiciones históricas hay que buscarlas en el campo sociopolítico. Son años en los cuales la cultura argentina comienza a autocuestionarse y proyectarse –aunque polemizando- hacia el futuro con un optimismo crítico que no volvió a repetirse. Con particular intensidad esto se vivió en las artes plásticas. En este primer quinquenio de los sesenta se formula de manera explícita o implícita todo lo que luego se desarrollaría.
1959: Un año antes se había vuelto al sistema constitucional interrumpido en 1955 cuando una rebelión militar derrocó al presidente Perón que era un mito popular viviente. Pero este golpe retomaba una tradición militar argentina iniciada en 1930 y reiterada en 1943; oportunidad esta última que había servido de punto de partida político al presidente que ahora se volteaba. En 1959, para una generación nueva todavía estaba fresca en la memoria, y para muchos aún era un presente, el golpe fallido de junio de 1955 con su bombardeo sobre civiles indefensos en Plaza de Mayo y la posterior reacción oficial que involucraba incendios de iglesias y del Jockey Club; como también los fusilamientos que desencadenó una reacción militar contra el gobierno de la “Revolución Libertadora” en junio de 1956. La nueva generación, aun la de extracción antiperonista –los de clase media con pretensiones intelectuales lo éramos por lo general- deseaba en su mayoría retornar a la democracia y consideraba que dando la espalda a la voluntad popular era imposible lograrlo. Por ello, muchos que cuatro años antes habían aplaudido la caída de Perón apoyaron en 1958 a Frondizi, quien fue elegido por los decisivos votos peronistas. El ejército se había retirado del gobierno pero mantenía un control estricto sobre lo que era según su criterio democrático o no, y todo lo que tenía que ver con el “tirano prófugo” no lo era. Justamente, ese era el caso de Frondizi que había recibido sus votos. Los grandes partidos “democráticos” compartían esta visión. La Constitución nadie la respetaba, pero en nombre de ella la violaban. Los formalismos sólo servían para los discursos. Además, ese año había comenzado con el triunfo de la revolución cubana que fue mirada por todos como algo insólito que se había hecho posible. Por otra parte, Frondizi justificaba todas sus contradicciones respecto al programa de su campaña con una clave: “desarrollo”. Pero se había vuelto al sistema electoral y la apertura a un futuro mejor –sea el desarrolista o el revolucionario- era determinante en una actitud juvenil polémica pero optimista: la del enfrentamiento contra los valores de nuestros mayores. Ser moderno para nosotros era estar abiertos hacia el futuro pero también atentos a la red de enormes contradicciones existentes, aunque nos olvidáramos de las nuestras propias como, por ejemplo, querer tener éxito con la gente a cuyo gusto agredíamos.
Si Marshall Berman señala que “ser modernos es vivir una vida de paradojas y contradicciones”, la Argentina constituía un ejemplo de modernidad. Y en esto no ha cambiado. Pero debe entenderse esta afirmación, sobre todo en nuestra sociedad, a la luz de otra del mismo autor. Luego de señalar al doctor Fausto de Goethe como “portador de una cultura dinámica en el seno de una sociedad estancada”, y por ello “desgarrado entre la vida interior y exterior” sostiene: “Pero su resonancia es más significativa en los países política y económicamente subdesarrollados”. Agrega más adelante: “En el siglo XX los intelectuales del Tercer Mundo portadores de unas culturas de vanguardia en unas sociedades atrasadas han experimentado una escisión faústica con especial intensidad”. Debido a que nuestra sociedad es particularmente paradójica por vivirse a sí misma “en vías de desarrollo”, en especial en ese período, si bien nuestra modernidad no resplandecía, estallaba de ganas. Para lo cual era fundamental desafiar al mundo exterior. Nuestra generación era moderna por vanguardista y vanguardista por antiformalista. Se oponía a lo que, según el crítico más lúcido de ese momento, Aldo Pellegrini, era la característica de nuestra clase dominante: la obsesión del buen gusto. “La sociedad argentina ha estado dominada económica y culturalmente por una clase terrateniente y ganadera que carece de una verdadera tradición cultural, pero que tiene apetencia de estar a la altura de los medios culturales europeos. Esta clase basa su condición de vida y su consumo cultural en la obsesión del buen gusto y a ella supedita todos los otros valores. Es necesario aclarar que buen gusto significa para ella simplemente lo atildado, correcto y mesurado y nada tiene que ver ni con lo exquisito ni con lo refinado. Estos últimos conceptos, lo mismo que la originalidad, exceden los límites del buen gusto”. Es sintomático que la primera sociedad con fines artísticos que se organizó en la Argentina en 1815 a instancias del presidente Rivadavia, se llamó Sociedad del Buen Gusto. Por esto, desafiar los valores estéticos de esa clase no dejaba de tener para nosotros una connotación política. Esto se hace claro a fin de la década del sesenta. A una sociedad de apariencias había que desnudarla de esa apariencia.
En 1959 sólo quedaban de las vanguardias que se habían dado anteriormente en el país, reflejos amanerados de sus planteos. De la vanguardia que se inició en 1924 quedaba, por la obra de sus miembros o por la de otros que los continuaron, una pintura (muchas veces de pauta poscubista) moderada, sensible y figurativa. La única excepción era Juan del Prete que había pasado a una abstracción action-painting vigorosa. Antonio Berni todavía no había realizado la serie Juanito Laguna que data de 1961, y a Xul Solar aún no se lo sabía apreciar como sucedió después de 1970. Por otra parte Raquel Forner todavía no había iniciado el cambio en su obra que hizo después en esa década. De la segunda vanguardia, la del 45, que originó varios movimientos de arte concreto-invención y del muy particular Arte Madí –que se adelantó con obras de Kosice, Rothflus y Arden Quin (estos dos últimos uruguayos) veinte años a los planteos del shape-canvas norteamericano- restaba una versión años cincuenta de geometría sensible, mesurada y muy pulcramente hecha (Fernández Muro, Sarah Grilo y Miguel Ocampo) pero de indudable calidad. Mientras muchos artistas de nuestra generación de origen geométrico habían partido a París, donde inician la Recherche Visuelle, variante del arte cinético, convirtiéndose en sus máximos exponentes-.
Alberto Greco en ese 1959 se instala en Buenos Aires, luego de haber vivido en Francia y en Brasil, trayendo mucho más que la influencia del movimiento informalista: su propio espíritu insolente y desafiador de solemnidades. Años después escribió: “Cuando llegué de Brasil mi sueño era formar un movimiento informalista terrible, fuerte, agresivo con las buenas costumbres y las formalidades. Se impuso lo peor, aquello que no soporta ser visto dos veces”. Se refería a la moda informalista que aconteció como consecuencia. Pero es cierto que, como ha dicho Enrique Barilari, otro de los integrantes del grupo, el informalismo “rompió un techo”. Es la primera manifestación de un antiformalismo que luego va mucho más lejos. Abrió la posibilidad en nuestro ambiente del desparpajo en el arte rompiendo criterios de valor totalmente diferentes a los predominantes. Tal vez actuaba como un profesor de estética señalando “Hasta esto puede ser arte” o “Miren un trapo de piso o una mancha de humedad de otra manera, no como son sino estéticamente”. Pero, a su vez, su estética era antiestética. Paradoja.
El informalismo tuvo dos antecedentes. En 1957 un grupo de estudiantes y jóvenes artistas realizó una exposición titulada Qué cosa es el coso con un espíritu muy tardíamente dadá y lo hicieron más en broma que como consecuencia de una posición, ya que ninguno de ellos mantuvo esta actitud en su obra posterior. En 1958 también bajo la dirección del escritor Julio Llinás se realizó una exposición del grupo Boa, que constituía una variante del movimiento surrealista Phases, liderado en París por Eduard Jaeguer. Este grupo se inscribía en el automatismo gestual el cual de por sí se encontraba cercano al informalismo; lo suficiente como para querer tomar distancia. Mucho más refinados estaban muy lejos de todo antinformalismo.
En 1959 surgió también otro grupo cuestionador pero bajo la perspectiva político-social, el grupo Espartaco, siguiendo el ejemplo de los muralistas mexicanos y de Portinari y Gromaire. Proveniente del troskismo, su postura estética era opuesta al realismo socialista. Concibiendo al arte como una acción política, trataba de utilizar, como decían, “los nuevos caminos que se van abriendo en el panorama artístico mundial”.
Fueron estos “nuevos caminos” ejemplos para muchos grupos y temas de largas charlas en los bares Moderno y Chambery. Todo bullía. Rafael Squirru fundó entonces el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, apoyando a informalistas, espartaquistas y a algunos geométricos”.
Ese mismo año 1959, Rómulo Macció y yo realizamos exposiciones individuales con un espíritu neofigurativo. Partiendo él de lo gestual y yo de la mancha informal, planteábamos, cada uno por su parte, la inclusión de la figura como una libertad más, en un medio donde abstractos y figurativos se odiaban como Montescos y Capuletos. Esa primera exposición mía inició mi amistad con Macció, Greco y Jorge de la Vega, con los que al año siguiente compartí taller. Allí nació la idea de hacer un movimiento que utilizando todas las libertades vitalistas, se refiriese al hombre, protagonista de esa vitalidad. Así, en 1961, Macció, de la Vega, Ernesto Deira y yo organizamos con el nombre de Otra Figuración una muestra que enuncia grupalmente esta postura. Para ese entonces yo ya había realizado con ese espíritu cuatro exposiciones, la última en ese mismo año titulada Serie Federal donde desarrollé un tema (la pintura temática en esa época era un desafío para la vanguardia) de la historia argentina: las luchas sangrientas del siglo pasado. El éxito tanto de la exposición grupal como de mi individual, me hizo sospechar que estábamos constituyendo una nueva versión del buen gusto. Comencé a sentir que, al igual que el informalismo, mi pintura, por su predominio monocromático y atmosférico, creaba un clima armoniosamente unificado, totalmente anacrónico con un mundo de tensiones y contradicciones. Así, conversando con de la Vega, y luego con Macció y Deira, con quienes viví en París unos diez meses, se fue elaborando nuestra segunda etapa, la que llevó a decir a Agnès de Maistre, autora de una monografía sobre nuestro grupo: “Es la figuración que desarrollan entre 1963 y 1964, la que marca su contribución verdaderamente original a la historia del arte”. ¡Ojalá fuese cierto! Pero en todo caso, como nos suele suceder a los argentinos, el mundo no se enteró. Lo cierto es que nuestro cambio se elaboró y se enunció en 1962 pero en 1963 maduramos la posición. De la Vega primero desbordó el rectángulo para luego integrar la figura desbordada nuevamente en el rectángulo. Pero cuando su imagen regresó en forma de tela amontonada sobre tela bien tensa se configuró de una manera totalmente distinta, lista para desarrollar sus anamorfismos. Yo simultáneamente volqué mis teorías de cuadro dividido, visión quebrada y asunción del caos en mis obras. Deira y Macció planteaban una pintura de gran soltura e impacto: el primero, acentuando lo lineal y el segundo, la construcción tensionada.
1962-1965: Introducción al desmadre
Al regresar en 1962 nos conseguimos un taller para trabajar juntos y realizamos en el templo de la pintura refinada – la Galería Bonino- dos exposiciones consecutivas con un espíritu totalmente ruptural, incluso con lo que hasta ese momento se entendían como vanguardia. El antiformalismo se desprende de sus prejuicios. Era una manera de decir en nuestro mundo: “Donde todo está roto, todo vale”. El sujeto ya no era el hombre caótico sino el caos mismo; cuestión que sobrepasaba, sin dejarla de costado, a la figuración como problemática. Según Agnès de Maistre, no aceptábamos la lógica analítica e histórica de la modernidad. Tal vez por esto, en los años “posmodernos” de los ochenta, comienza un rescate de nuestra posición de entonces. En esta exposición, la mayor parte de quienes se habían acercado a nosotros con motivo de la Otra Figuración ahora se alejaban. “Los argentinos no entienden esta violencia –dice la autora antes citada-. Ven en ella una influencia de la postura europea, donde hubo una guerra. Pero para ellos, sin lugar a dudas, es la situación de la Argentina, en golpe de estado permanente la que resulta dramática. El gobierno de Frondizi acaba de caer. Dentro del ejército se enfrentan los Azules y los Colorados”.
Justamente, esta división de nuestro ejército, manifestada con tanques en la calle en vísperas de que llegáramos, motivó que poco antes de la muestra de Bonino expusiéramos en la galería más abierta a los jóvenes –Lirolay, dirigida por la pintora geométrica y crítica de arte francesa, Germaine Delbecq- una serie de dibujos sobre ese acontecimiento titulada Esto. En ese momento manifesté a un periódico: “Ahora presenciamos el enfrentamiento de dos Argentinas. Son dos trenes que van por la misma vía. Tienen que chocar. Los episodios militares no son otra cosa que la distribución de fuerzas para un momento de choque. La caída de Frondizi fue la caída del país, no por lo que él significaba personalmente sino porque era nuestra última posibilidad institucional. La Argentina no estaba ahora en su hora cero, está mucho más atrás. Estamos en el tercer día de la creación, tenemos que comenzar de vuelta”.
Lo cierto es que para Aldo Pellegrini nuestra exposición de la Galería Bonino era un real punto de partida, ya que escribió que el “fenómeno central está marcado por la aparición hacia 1962 de una nueva figuración. Ellos han roto con todos los prejuicios que ataban al artista argentino, el del buen gusto, el del rigor, aún el de la pintura como actitud gestual y antes que nada con la misión sagrada del arte que se presta a toda clase de manifestaciones… en ellos se combinan elementos plásticos tomados del informalismo, de la pintura gestual, del pop art, de la figuración y hasta de la pintura geométrica”. Por eso Agnès de Maistre habla de “figuración ecléctica”.
En ocasión de las muestras en la Galería Bonino, Jorge Romero Brest, director entonces del Museo Nacional de Bellas Artes nos invitó a exponer allí al año siguiente, lo cual era paradójico, porque cuando casi todos nos habían aplaudido, él nos había criticado y ahora, cuando muchos de nuestros sostenedores nos habían abandonado, él nos hacía esta invitación tan importante. El que fue sin duda el mejor director que tuvo ese museo, se caracterizaba (como después lo acentuó en el Instituto Di Tella) en institucionalizar lo rebelde para luego, por esa misma razón, dejarlo caer. Pero lo cierto es que, con esa exposición, se termina de definir el período. Tal vez por esto, Elba Pérez dice: “La fractura antiformalista producida debe considerarse fundamental para el desarrollo de un arte que aspire legítimamente a considerarse argentino”.
Pero lo cierto es que entre nuestra partida en septiembre de 1961 y la apertura del Instituto Di Tella en la calle Florida, con la presentación de los Premios Nacional e Internacional 1963 se habían sucedido muchas exposiciones que jalonaron este proceso:
1) En 1961 Kenneth Kemble, dando un segundo paso en la actitud del informalismo a cuyo movimiento perteneció, había organizado una exposición titulada Arte Destructivo, la cual según Pellegrini “rompía con ciertos conceptos de la vanguardia que tendían a fosilizarse”. Premonitoriamente, Kemble escribe en el catálogo: “El hombre deriva emociones intensas de las actividades constructivas. También existe en él lo opuesto, deriva emociones de la destrucción, del romper, quemar, descomponer, y de la contemplación de tales actividades”.
2) Alberto Greco, quien no había querido participar en Otra Figuración, porque consideraba el uso de la figura como un paso atrás, había, sin embargo, realizado a fines de 1961 su muestra Las Monjas donde con manchas aludía a figuras. En una obra, La monja asesinada, esa alusión la hace con una vieja y sucia camisa suya. Luego parte a París donde en una exposición de arte argentino expone ratones blancos en una caja negra. Es el comienzo del arte vivo o del vivo dito. En 1962 se fue a Roma y allí lanza el Manifiesto Dito dell’ Arte Vivo: “El arte vivo es la aventura de lo real. El artista enseñará a ver no con el cuadro sino con el dedo. El arte vivo busca el objeto pero lo deja en su lugar, no lo transforma, no lo mejora, no lo lleva a la galería de arte”. Es así que una señora que salía del mercado se veía rodeada por Greco trazando con tiza en el piso un círculo, donde él firmaba “la obra de arte”. Realiza allí también con otros un happening llamado Cristo 63 que produjo tal escándalo que tuvo que abandonar Italia en 48 horas. Se va a España y allí continúa con una serie de dibujos-escritura verdaderamente extraordinarios que había comenzado en París. Aún estando afuera, la leyenda de lo que hacía siempre llegaba a Buenos Aires.
3) Antonio Berni, gran maestro del realismo social, de 57 años en ese momento, expone a fines de 1961 su serie Juanito Laguna, en la cual dio una gran lección de aprovechamiento ecléctico, ya que utilizando latas acanaladas (del tipo de las que ya había expuesto Kemble en sus obras) o climas fantasmagóricos propios de la nueva figuración, había hecho grandes cuadros sobre el tema de las villas miserias. Justamente, en estas poblaciones, la utilización del deshecho urbano es esencial para hacerse una casa. Este material es el que usó Berni para presentar la forma de vida de los inmigrantes del campo a la ciudad y los residuos del desarrollo industrial. Esta exposición, fue y lo es aún ahora, uno de los hitos de la pintura argentina. Continuó esa línea con la serie Ramona Montiel.
4) Luis Wells y Rubén Santantonín expusieron en la Galería Lirolay, Collages y Cosas, también a fines de 1961. En la oportunidad, Santantonín escribió para el catálogo: “No pretendo unir pintura con escultura… Creo que hago cosas”. Kemble, que también hacía crítica y que en su obra se encontraba próximo a este planteo ya que él también hacía collages, lo definía como “relieves pintados” y destacaba que si bien estaban hechos por el hombre, esas cosas participaban de la naturaleza biológica. Justamente, en ese mismo año Emilio Renart estaba trabajando en sus Bio-cosmos, que expone al año siguiente. Consistían en relieves que se proyectaban en una escultura. La tendencia a hacer objetos o cosas se va desarrollando. Marta Minujin expone sus colchones pintados.
5) Antonio Seguí, pintor cordobés que después de una estadía en México apareció en Buenos Aires en 1960 con una pintura abstracta, tonal y muy construida, pero con mucha materia (único punto de contacto con los informalistas) y quien, a pesar de ello, fue invitado por nosotros a participar en Otra Figuración por su habilidad caricaturesca que ejercía marginalmente –rechazando la idea por sentirse abstracto- había, sin embargo, realizado en Lirolay una exposición a fines de 1962 que lo colocó próximo a nuestra búsqueda. Medio en broma, medio en serio, y como una experiencia paralela a su obra abstracta, había presentado, en base a fotos viejas pintadas encima una serie titulada Felicitas Naón. A fines de 1963 va a Francia y el éxito que había tenido esa serie lo continúa allá en la Bienal de la Joven Pintura. Allí se quedó porque como él dice “prefirió ser latinoamericano en París a cordobés en Buenos Aires”. Otros artistas que habían rechazado nuestra invitación a Otra Figuración, como Miguel Dávila y Jorge Demirjián –estos por sentirse figurativos- comenzaron, también por entonces, a acercarse a nuestro planteamiento.
6) Alberto Heredia, un escultor de origen constructivista, expuso en 1963 en Lirolay una serie comenzada en París dos años antes, de cajas de queso Camembert. Adentro guardaban un compacto mundo de putrefacción, utilizando, entre otras cosas, muñequitos. Aldo Paparella, otro escultor mayor que nosotros, pautaba ese proceso con construcciones informales –valga la paradoja- con chapas, cartones y trapos enyesados y maderas.
En el momento en el que el Instituto Di Tella abrió sus puertas en la calle Florida, con los Premios Nacional e Internacional 1963, ya todo el antiformalismo estaba formulado. Estos premios correspondían a dos concursos distintos: en el Internacional estaban invitados, además de artistas de vanguardia de Europa y Estados Unidos, los argentinos previamente ganadores de ese premio, y para el Premio Nacional los participantes eran artistas especialmente convocados. El primero de los concursos lo ganó Macció, el segundo, yo. Este último consistía en una beca. Yo elegí como lugar de destino Nueva York. La causa de esta elección es la sorpresa que tuve cuando, después de oír tanto suspirar por París, ver que allí los artistas soñaban con Nueva York. En esta ciudad comencé a extremar mi posición en favor de una asunción del caos y a hablar del caos como estructura y a realizar obras-instalaciones con bastidores cruzados que continuaban por el piso. En el medio de esos entrecruzamientos, en telas sueltas y tensadas y siluetas recortadas aparecían imágenes figurativas distintas: un muestrario caótico de alienaciones. A la primera obra grande que hice con ese ánimo la llamé Introducción al desmadre. Una característica de los años sesenta era que sus artistas no estaban centrados en el problema de la durabilidad de una obra, como tampoco de su venta. La aventura creadora era lo que se privilegiaba inicialmente. Luego, en la época del Di Tella, tal vez fuese lo novedoso. Es así que muchas retrospectivas como las de Santantonín o Renart ahora son tareas casi ímprobas, por el deterioro que las pocas obras que de ellos quedaban han sufrido, tanto por ser de cartón o de lana de vidrio, muchas veces hay que rehacerlas. En una encuesta de fines de la década encomendada por el Di Tella. Marta Slemenson y Germán Kratochwill concluyen: “No se cree en la posible venta de la obra… ¿Por qué renunciar entonces a obras de gran tamaño que son armadas en el salón de exposición y desarmadas al ser retiradas?”.
Es cierto: el gigantismo y la complejidad eran también otras características. El uso de materiales perecederos era una posibilidad. El costo de la obra debía ser el menor, antes del Di Tella; luego, ya no importaba: se solicitaba a éste su colaboración.
En mi libro Antiestética (llamado así porque allí hablo de la estética creativa en la lucha contra la estética establecida) que se publicó en 1965 a mi regreso de Nueva York, me referí a este tema diciendo cosas como estas: “El quehacer es mucho más que la obra, si ésta importa es porque nos habla del quehacer… La obra es a la creación lo que la huella es a la acción de caminar. La obra pertenece a la creación. La creación es un viaje. La obra no es el punto de llegada, en ella no termina el viaje. Hay que terminar con el mito de la obra de arte”. La otra idea central de la Antiestética era “la asunción del caos como una realidad de hoy” y postulaba entender el caos como estructura, posible como un hoy y un aquí. A mi regreso de Nueva York, Hugo Parpagnoli, uno de los más fervientes sostenedores de las experiencias de vanguardia, aceptó mi propuesta de hacer en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, que él dirigía entonces, una muestra donde, además de mis complejas yuxtaposiciones de fragmentos, presenté, con otros, una gran instalación caótica donde nuestras obras se cruzaban En el prólogo decía: “Creo ante todo en el arte como experiencia. Es esto lo que ha llevado a estos artistas a aceptarme la propuesta. La mayoría lo han hecho con tal espontaneidad que aunque la aventura es inédita ya estaba supuesta como posibilidad por todos”.
Se trataba de una estética de la yuxtaposición, concebible en esta parte de nuestro continente.
En ese mismo año, hacemos en la Galería Bonino, Deira, Macció, de la Vega y yo, nuestra última exposición grupal. Salvo Macció que desde Europa mandó cuadros, los tres restantes habíamos hecho instalaciones. En esa época la palabra “instalaciones” no existía, pero las hacíamos. Al poco tiempo, Deira y de la Vega parten a la Cornell University como profesores visitantes y yo vuelvo a Nueva York con la beca Guggenheim. En enero de 1966 hago en Nueva York –en la Galería Bonino de esa ciudad- mi última exposición de pinturas o, si se quiere, de instalaciones pictóricas. Por ser intransportables, inguardables y, naturalmente, también invendibles, y porque sentía que todas las partes que quería oponer al final estaban unidas por mi carga expresionista, dejé de pintar para buscar un camino ambiental que reflejara objetivamente ese caos por medio de espejos plano-cóncavos. Una vez investigada esta posibilidad, cara y limitada también la abandoné en 1968.
1965-1967: Un templo para el desparpajo
Desde 1964 se fue preparando un nuevo cambio. El centro del escenario ya no lo ocupaban más los artistas que con sus cuestionamientos irrumpieron en él como elefantes en la cristalería, sino un elegante edificio en el mejor lugar de la ciudad: el Instituto Torcuato Di Tella. Un crítico –Romero Brest- dirigía la parte de artes visuales del mismo, y allí exponían los artistas que él decidía según este criterio: “Cuando los mejores se estereotipan, los dejo y paso a otros; así voy armando el tendal incluso de los que defendí”. Marta Traba comentó esta actitud suya de esta manera: “El artista no puede todos los años inventar una cosa nueva y el Di Tella todos los años estaba en una cosa nueva y eso destruye la continuidad de una forma artística… El Di Tella inventó una estética del deterioro. Se consume una cosa y después tienes que cambiarlo”. En 1964 el Premio Nacional Di Tella lo gana Marta Minujin con colchones pintados y, al año siguiente, presentó La Menesunda junto con Santantonín y Pablo Suárez. Fue la primera ambientación –o sea una obra que envuelve al espectador- presentada aquí. La génesis de ella se remonta a 1962 cuando Minujin, Santantonín, Wells, Renart, Kemble y Graciela Martínez –bailarina que, escondida en una malla, convertía su cuerpo en una escultura danzante- comienzan a concebir un objeto que pudiera recorrerse internamente. Renart propone una proyección interior de un Bio-cosmos, como los que venía realizando. No fue aceptado su proyecto porque no dejaba de ser una propuesta individual. La Menesunda, concebida por los tres ya mencionados, concreta esa idea, gracias a la inversión del Instituto. Suárez recuerda: “La Menesunda pretendía ser un recorrido de sensaciones que tenían que tener una imagen clara y definida del momento, de lo no permanente, de lo transitorio ligado a ciertas cosas cotidianas. Desde un salón donde se hacían las manos hasta un viaje en colectivo (había gente que había filmado lo que se ve de un colectivo con frenadas y todo). Todo esto con un sistema de pisos móviles. Lo empezamos hacer Marta Minujin, Santantonín y yo. Marta tuvo el bebé y yo gané una beca y el que lo llevó a cabo hasta el fin fue Rubén Santantonín. Pero ayudó muchísima gente: David Lamelas, Mario Gurfein, Jacoby, etc.”. Compárese este relato con el que en el libro El Di Tella hace John King:”…otro escándalo fue causado por La Menesunda, un environment creado por Marta Minujin, con la ayuda de Santantonín, David Lamelas y Leopoldo Maler”. Esta versión es la que trascendió, y la que dio motivo a la siguiente sincretización: Años 60 = Di Tella = Romero Brest = La Menesunda = Marta Minujin = Escándalo.
Entretanto, los protagonistas del primer quinquenio de la década del sesenta en su mayoría se habían ido. Mario Pucciarelli, uno de los puntales de nuestro informalismo, partió después de ganar el Premio Di Tella 1960 (que fue el primero y que se hizo, como el de los dos años subsiguientes, en el Museo de Bellas Artes) a Roma para siempre. Seguí y Macció a París. Fernando Maza, otro de los informalistas de la primera hora, Deira y yo a Nueva York, ciudad en la que residía desde hacía un tiempo un importante artista constructivo de origen cordobés, Marcelo Bonevardi. Wells en 1966 partió a Londres primero y a Nueva York después, Greco luego de estar en París, Roma y Madrid, brevemente en Nueva York, termina suicidándose en octubre de 1965 en Barcelona. Un ciclo se había cumplido. Santantonín, amargado por la falta de reconocimiento en La Menesunda, destruye toda su obra y muere de un infarto, en 1969. Todo esto me lleva a sostener que en realidad no hubo una generación del sesenta, sino dos: la del sesenta propiamente dicha y la del sesenta y cinco, o ditelliana. La primera es verdaderamente antiformalista. La segunda institucional aunque sea del desparpajo.
Aparte de Marta Minujin, los artistas llamados aquí “pop”, y que marcaron el Premio Nacional Di Tella, son los que, por lo general, se identifican con el instituto. Estos son: Dalila Puzzovio, Edgardo Giménez, Carlos Squirru, Delia Cancela, Pablo Mesejean, Juan Stoppani, Alfredo Rodríguez Arias y Susana Salgado, ganadora esta última de ese premio. Todos ellos, salvo Giménez, conocido diseñador gráfico, pasaron al campo de la moda y Rodríguez Arias, al teatro, dirigiendo luego en París el exitoso grupo IFT, compuesto en su mayor parte por argentinos que se iniciaron actuando en el Centro de Experimentación Audiovisual del Instituto (cuyo director era Roberto Villanueva), que fue después del de Artes Visuales el más activo de los centros Di Tella. Por ello, este instituto inició la actividad interdisciplinaria.
Uno de los espectáculos más notables del Di Tella lo hizo un arquitecto cordobés, Jorge Bonino, que por medio de un monólogo llamado Bonino aclara ciertas dudas en un paralenguaje, que sólo conservaba de las lenguas comunes algunas raíces, llegaba a comunicarse disparatada y extraordinariamente con la gente. Fue también un agudo observador de ese Buenos Aires de la época del Di Tella. Se preguntaba: “¿Cómo va haber vanguardia en un país donde nadie quiere estar fuera de la sociedad? No hay nada más absurdo que hablar de la vanguardia del Di Tella, que es el lugar donde todo se vuelve institucional”. El antiformalismo había dejado lugar al vedettismo. El ejemplo más claro era el cartel que en una esquina de la calle Florida apareció un día. Enorme, con los rostros de Puzzovio, Squirru y Giménez, acompañados con la leyenda ¿Por qué somos tan geniales?
Pero también es cierto que el Di Tella cumplía varias funciones. Una era la de ser difusor (exposiciones de artistas internacionales conocidos); la otra informativa, al convocar en los premios internacionales a las figuras europeas y norteamericanas más destacadas de la vanguardia; y, naturalmente, la experimental, que era la que más escándalo hacía. Pero había otra más o tan importante como esta última, la valorativa. En este sentido, en un país donde en las artes plásticas no se suele establecer propios criterios de valor, las exposiciones individuales de Macció, de la Vega, Pollesello, Aizenberg, Le Parc y Líbero Badii, como así también la de arte surrealista argentino organizada por Pellegrini, ponían digno marco institucional a la obra de ellos. Le Parc, principal figura de la Recherche Visuelle, propulsor de un arte lúdico y de participación, ganador del Gran Premio de la Bienal de Venecia de 1966 (distinción que sólo Berni, en 1962, había obtenido entre los artistas argentinos, pero este último en la rama del grabado) realizó la exposición que más numeroso público trajo al Di Tella. Rogelio Pollesello, por esos años expuso también allí juegos visuales con materiales plásticos.
Respecto al uso de nuevos materiales, Néstor García Canclini, sostiene: “No podremos entender cabalmente las innovaciones estéticas de la década del sesenta en la Argentina ni en América Latina, mientras no consideremos –además de los cambios en la representación de la sociedad- que las transformaciones fueron inducidas por las empresas que introdujeron los nuevos materiales. La primera señal en esta dirección fue el concurso organizado en septiembre de 1966 por la Cámara Argentina de Industria Plástica para que 55 artistas aprendieran a manipular el plástico… Un síntoma destacado de este proceso fue la muestra Materiales, nuevas técnicas, nuevas expresiones, organizada por la Unión Industrial Argentina en 1968, que tuvo como escenario el Museo Nacional de Bellas Artes y fue una de las más representativas efectuadas en Buenos Aires, tanto por la amplitud y variedad de tendencias artísticas incluidas como por la calidad de los participantes”. Pero, si la primera señal data de 1966, mal puede involucrarse a la primera vanguardia de los sesenta, aquella que utilizaba cartones, trapos de piso, latas de deshecho o los mismos materiales pictóricos como telas y bastidores pero libremente empleados. O sea que aquí, García Canclini está hablando de la generación ditelliana, la del 65. Si bien la última exposición que menciona involucra un espectro más amplio de artistas, también es cierto que una costumbre de nuestro ambiente artístico es, frente a una propuesta, “hacer los deberes”. Lo importante es sacar conclusiones en función de aquellos que centran su obra en estos nuevos materiales. Y es de destacar también que la mayoría de los artistas argentinos que los utilizaron principalmente, como Le Parc, lo hicieron en el extranjero.
En el Di Tella también se realizaron algunos happenings, entre ellos uno de Marta Minujin, pero se hablaba de esta moda mucho más de lo que se entendía. Por esto, el más original es el que, al no realizarse, pero sí comunicarse en los medios hasta con fotografías, dejó al desnudo el esnobismo en torno. Fue una concepción de Eduardo Costa, Raúl Escary y Roberto Jacoby. El secreto de muchas obras del Di Tella es que Romero Brest daba su o.k. a meros proyectos y hacía que el Instituto los financiara. Así Marta Minujin después de La Menesunda hizo El Batacazo e Importación-Exportación. En 1967 muchos de los invitados a un futuro Premio Di Tella sugirieron a Romero que eliminase los premios y que el dinero se utilizara para el financiamiento de obras. Así nacieron Experiencias Visuales 1967 y 1968 en los cuales no se otorgaron más premios. También hay otra causa: el sueño desarrollista que aún continuaba, pese a los años que Frondizi ya no estaba en el poder, comenzaba a enfrentarse con la realidad. El Premio Internacional ya era muy costoso sobrellevarlo, razón por la cual no se otorgó. Este es el principio del fin del Instituto. Sin embargo, Romero Brest hablaba en el catálogo de “un desarrollo de la economía apenas incipiente pero inexorable”. En un nivel nacional, por el contrario, el proyecto de desarrollo de firmas como Siam (de Di Tella), estaba en franca decadencia. Las Experiencias 67 seguían, en términos generales, las pautas de las estructuras primarias y del arte conceptual. Lo único que tenían en común con el premio del año anterior era que predominaba la actitud mimética. Pero a cambio de modas arriba, había cambio de modas abajo.
En cambio, Experiencias 68 da lugar a otra actitud, que no dejaba, tampoco, de ser un reflejo, ya que ese año es el de la sublevación estudiantil en París en el mes de mayo y, poco después, en las universidades norteamericanas, con sus consecuente planteamientos artísticos marginales. Pero también, es cierto, que un nuevo intento de democracia había fallado. El general Onganía había volteado al presidente Illía, elegido en 1964 con aproximadamente el 30% de votos, dado que el peronismo había ordenado votar en blanco. Partiendo de situación tan débil, el que había sido jefe del bando azul en la crisis de 1962 o sea, el que presumía de legalista, lo derrocó para instalar un gobierno ridículamente autoritario que bien podría haber compartido la frase de Goebbels: “Cuando oigo la palabra cultura, llevo la mano al revólver”. Así había intervenido las universidades, y molestaba permanentemente a la población con moralismos y formalismos. Rodríguez Arias y otros artistas del Di Tella fueron detenidos por sus aspectos y Deira por llevar el pelo largo (no era un hippie) y rapado. Por ello, la existencia misma del Di Tella era difícil de concebir en esa época, más aún cuando de allí se producían cuestionamientos.
En Experiencias 1968 todo marcaba una nueva actitud, Pablo Suárez en la puerta repartiendo volantes explicando su abstención (“Si yo realizaba la obra en el Instituto ésta tendría un público muy limitado… si a mí se me ocurriera escribir “Viva la Revolución popular” en castellano, inglés o chino sería exactamente lo mismo. Todo es arte”) hasta Jacoby, en el interior, con un mensaje moral muy en el espíritu del 68 francés, aconsejaba a sus colegas artistas a renegar de lo que se llamaba arte de vanguardia para comprometerse en la lucha por la libertad: “El arte no tiene ninguna importancia; es la vida lo que cuenta”. Pero el escándalo mayor lo suscitó una réplica de un baño hecha por Roberto Plate. Naturalmente se llenó de grafittis, algunos obscenos, dedicados al general de turno.Sin embargo, no se animaron a cerrar la exposición, simplemente clausuraron el baño y pusieron a su lado un policía de custodia. Los artistas, hartos de la creciente ola represiva, retiraron sus obras y las destruyeron en la calle. El ánimo de los artistas había desbordado el Di Tella, el que cerraría poco después sus puertas. El dilema era escoger entre la ficción y la realidad.
1968-1973: Todo se politiza
Antecedentes: en el Premio Di Tella 1965, León Ferrari (hasta ese momento conocido como ceramista y escultor que hacía su obra en base a alambres, de gran refinamiento, y dibujante inspirado en el trazo caligráfico, pero también artista de enunciados conceptuales de una generación anterior a la nuestra) presentó una obra titulada La Civilización Occidental y Cristiana en la que, sobre una reproducción de un avión caza norteamericano F-107, había colocado un Cristo de santería en clara alusión a Vietnam. La obra fue quitada de la exposición, suscitando que la libertad expresiva pregonada por el Instituto mostrase su verdadero rostro. Ferrari en el catálogo de la muestra había adelantado: “El problema es el viejo problema de mezclar el arte con la política”. León Ferrari en una respuesta al ataque de un crítico a las otras obras más pequeñas pero en ese mismo espíritu que aún quedaban expuestas, manifestó: “Es posible que alguien me demuestre que esto no es arte: no tendría ningún problema, no cambiaría de camino, me limitaría a cambiarle de nombre. Tacharía arte y lo llamaría política, crítica corrosiva, cualquier cosa”. Al año siguiente Ferrari organizó una exposición en la Galería Van Riel titulada Homenaje a Viet-Nam en la que participaron 210 artistas de todas las tendencias plásticas, desde los viejos militantes comunistas Castagnino y Urruchúa hasta los del Di Tella, como Marta Minujin. Esta exposición, justamente, va aproximando a algunos artistas del Instituto con los de la Sociedad de Artistas Plásticos. Se acusaban mutuamente de reaccionarios: unos lo serían artísticamente y los otros políticamente. Una consecuencia de esta aproximación es una muestra en 1967 en la Galería Vignes, de carácter político y con participantes de las dos proveniencias.
En 1967, al mes del asesinato del Che Guevara, artistas como Alonso, Martínez Howard, Bute, Marta Peluffo y Plank, presentaron obras con la silueta del famoso guerrillero en una exposición titulada Homenaje a Latinoamérica en la Sociedad de Artistas Plásticos. Pero el año que acelera la politización es el de 1968. Los acontecimientos narrados de Experiencias Visuales 1968 motivó que un grupo de artistas de Rosario devolviese al Di Tella un subsidio y que atacasen a Romero Brest en una visita de éste a esa ciudad, interrumpiendo una conferencia suya para leer una declaración contra la cultura institucional representada por el Di Tella. Este mismo grupo promovió una rebelión contra el premio beca del gobierno francés, llamado Premio Braque 1968, dado que con el antecedente de lo que había pasado en el Di Tella ese año, se les había advertido a los artistas contra la posible existencia de fotos, leyendas o escritos que integren la obra y que así la institución (el Museo de Bellas Artes, donde se realizaba) se reservaba el derecho de efectuar los cambios que juzgase necesarios. Durante la entrega de premios se inició una manifestación contra la censura y el colonialismo cultural. Varios artistas fueron detenidos por un mes. También este mismo grupo rosarino y otros artistas de Buenos Aires, decidieron llevar a cabo un proyecto que luego se conoció con el nombre de Tucumán Arde. Lo hicieron con la colaboración de sociólogos, psicólogos, periodistas, economistas y fotógrafos. Tenía como objetivo llamar la atención sobre la situación que reinaba en la provincia de Tucumán como consecuencia de la quiebra de la mayoría de los ingenios azucareros. Luego de realizar un relevamiento, toda la documentación recogida la expusieron en la CGT de los Argentinos (una escisión de la central obrera) haciendo previamente una campaña de afiches y pintadas en los muros agitando el problema tucumano. Al día siguiente de inaugurarse en Buenos Aires, un ultimátum policial les anunció que, de no cerrarse la muestra, sería intervenida la CGT. A pesar de su escasa duración Tucumán Arde marcó un hito debido a que significó un trabajo de artistas de vanguardia despersonalizado y orgánico; poniendo el objetivo artístico de revelar no en lo nuevo sino en la información de lo que se ocultaba. Además significaba un desplazamiento del escenario artístico y de la iniciativa, dado que se realizaba en una central sindical y por iniciativa de artistas de una ciudad del interior. Como señala Beatriz Sarlo: “Formó parte de una contestación social global que conduce tanto a la crítica de las formas estéticas tradicionales como a las tradicionales de hacer política” .
Un día de octubre de 1968 Edgardo Vigo convocó a un evento en pleno centro de la ciudad de La Plata: los semáforos se convirtieron durante un lapso de tiempo en “divagación estética”, o sea provocaron una gran confusión. En ese mismo 1968, Eduardo Ruano presenta en el Premio Ver y Estimar una reproducción de la vidriera de la librería Lincoln, de la Embajada de los Estados Unidos, ofreciendo un ladrillo al costado. Una incitación que se cumplió. En 1969 con motivo de la llegada de Nelson Rockefeller al país la Sociedad de Artistas Plásticos organizó una muestra llamada Malvenido Rockefeller que duró poco por razones de “prudencia”.
En este año de 1969 se precipitaron los acontecimientos con el secuestro y posterior “fusilamiento” del ex presidente de la “Revolución Libertadora”, general Aramburu, y las sublevaciones obreras en Córdoba y Rosario, llamadas Cordobazo y Rosariazo, que prepararon el relevo de Onganía. Primero vino el General Levingston y finalmente quien movía los hilos del cuestionamiento militar dentro de las mismas filas azules, el general Lanusse, quien tenía intenciones de volver al sistema electoral, pero tratando de excluir a Perón. En consecuencia, volver a una democracia que respetara la ley de las mayorías se presentaba como una reivindicación de la lucha popular. De allí la mitificación de Perón como líder revolucionario. Comienza eso de “Luche y Vuelve”.
En este cuadro general de la acción de artistas con un sentido de cuestionamiento político, es necesario dividir dos procedencias políticas –comunista o trotskista (circunstancialmente ésta en apoyo al peronismo)- y dos artísticas, la de los pintores de izquierda (y que comprendían tanto a unos como a otros recién indicados) y los de procedencia vanguardista. Estos creían en un espíritu de época: “El arte comienza a ser estimado como algo que debe ser superado y hasta llama a su propia abolición” (Sontag); “No tendrá más nombre y así reemprenderá su vida sana” (Dubuffet); “El concepto que de él se tiene en occidente está condenado a morir por artificioso y exterior” (Le Roi Jones); “Deja de ser una especialización” (Raoul Vanegeim); “Su historia ha tocado a su fin” (Harold Rosenberg); “Se cierra progresivamente la ruptura entre él y el orden del día” (Marcuse); “Se asienta cada vez más en la vida social” (Revista Robho). Hasta el insospechable de comunismo Octavio Paz sostenía que “la contemplación estética se disuelve en la vida social”. Este mismo grupo de ideas tenía una versión, si se quiere burguesa y ditelliana, que era que ya no tenía sentido la pintura de caballete sino la creación artística de objetos de la vida cotidiana. Esta posición era la de Romero Brest, y ocasionó una inútil controversia, sobre si la pintura estaba muerta o no, a raíz de un artículo en la revista que mejor representaba esa época –Primera Plana- anunciado en la tapa con un caballete con una corona de flores y el pomposo título de “La Muerte de la Pintura”.
Yo, que había regresado a fines de 1968 y hacía dos años que no estaba pintando (y me encontraba escribiendo un libro, El arte entre la tecnología y la rebelión en el que quería recoger todo ese espíritu de época, pero que finalmente no lo publiqué por dudas subjetivas), me sumé a trabajar políticamente con el espíritu de “el arte se disuelve en la vida social” –versión corregida de la afirmación de Octavio Paz- pero, sobre todo, con los artistas militantes, con quienes me entendía mejor. Uno de ellos era Carlos Alonso, algo mayor que yo, pero que, por razón de su temprana iniciación y éxito y por ser francamente figurativo, estaba asimilado a los mayores. Excelente artista, a fines del 69 ocasionó, por habérsele rechazado una obra sobre el asesinato del Che Guevara, en una exposición titulada Panorama de la Pintura Argentina, que muchos artistas en solidaridad con él retiraran la suya. Otro de estos pintores, Carpani -que había sido líder intelectual del grupo Espartaco- por medio de afiches y carteles estaba presente en todas partes. Su imagen, fuertemente construida, se había convertido en un logotipo de la lucha sindical del momento. Otro artista era el ya mencionado León Ferrari, que en ese momento había dejado de hacer obra para estar en la acción que muchas veces tenía que ver con planteos conceptuales. Él había participado también en Tucumán Arde.
El pintor expresionista Ignacio Colombres, de una generación figurativa mayor que nosotros fue protagonista principal de una acción que concebimos un grupo de artistas. En 1971 se realizó el II Salón Nacional de Experiencias Visuales. Este término ya utilizado por el Di Tella, se había puesto de moda a partir del Premio de la Bienal de Venecia a Le Parc, quien en su obra sobrepasaba las categorías pintura o escultura. Si bien en el 68 se terminaron las experiencias visuales ditellianas, en el 70 se establecieron las nacionales sin asumir la experiencia del Instituto, o sea, sin una reglamentación como existía en el Salón Nacional de Pintura y Escultura al tema o a cierto tipo de imágenes. Por esto mismo, Eduardo Rodríguez, ganador de ese Salón en su versión anterior (1970) y, por ende, jurado natural del 71, propuso aprovechar la circunstancia para convertirlo en un salón que sirviera para denunciar las prisiones políticas y las torturas. Es así que uno de los jurados fui yo. El Gran Premio lo obtuvieron Ignacio Colombres y Hugo Pereyra con una obra conjunta titulada Made in Argentina que mostraba una picana eléctrica junto con la leyenda “instrumento de horror para la explotación y el coloniaje”. El primer premio fue para Jorge de Santa María y Gabriela Bocchi con una reproducción de una puerta de cárcel, detrás de cuyas rejas estaba colocado un espejo. La obra titulada La celda estaba acompañada de una lista de presos políticos. El día de la apertura del salón se suspendió la inauguración, y cuando ésta se realizó después se hizo dejando de lado las obras premiadas de orden político. Por supuesto, los premios no se concretaron. En 1971 también aconteció que una exposición organizada por Jorge Glusberg como director del Centro de Arte y Comunicación (CAYC) en la plaza Roberto Arlt, en el centro de Buenos Aires, fuese levantada por la policía, dado el carácter de protesta política de varias de sus obras. Eran épocas en las cuales se pusieron bombas en las casas de Antonio Berni y del vicepresidente de la Sociedad Argentina de Artistas Plásticos, Mirabelli, y en la que unos matones del sindicato metalúrgico, de la derecha peronista, hicieron hospitalizar, luego de una paliza, a Carpani y a Colombres. En el ‘72, en Trelew, la marina de guerra fusiló a una quincena de guerrilleros que se hallaban prisioneros. En reacción en la Facultad de Filosofía unos artistas mostraron carteles alusivos.
En 1973, la verdadera cara del regreso de Perón comenzó a hacerse sentir. El presidente Cámpora, que había sido elegido como candidato de Perón –interdicto de serlo- renunció antes de asumir, luego de una frustrada recepción en Ezeiza del líder. Esta terminó en una matanza de militantes de la izquierda peronista realizada por la derecha también peronista. Un oscuro personaje, Raúl Lastiri, ocupó el Poder Ejecutivo hasta las nuevas elecciones que permitieron el retorno de Perón a la presidencia. Su muerte y la consecuente presidencia de Isabelita, su mujer y vicepresidenta, favorecieron la aparición de la siniestra Tres A dirigida por el monje negro López Rega. Tiempos oscuros que fueron reemplazados por tiempos aún mucho más terribles con la caída de Isabelita y la asunción del general Videla en 1976. Está de más decir que la militancia artística desapareció totalmente en 1974.
1974-1983: Individualismo conformista y no conformista
La muerte de Jorge de la Vega en agosto de 1971 se me aparece ahora como un símbolo del inicio de esa época. Jorge, de las transfiguraciones por transformaciones anamórficas había pasado, en 1966, y en Nueva York (como una manera de reflejar a la sociedad norteamericana) a las transformaciones por amontonamiento y desintegración, a partir de una imagen gráfica publicitaria.
Poco después, al regreso a Buenos Aires, también sintiendo el elitismo del escenario de la pintura, desarrolló otro aspecto de su personalidad –la canción de sus propias letras- con el objetivo de llegar a más gente. Ya estaba más en ella que en la pintura cuando un infarto fulminante lo sorprendió. Sin embargo, poco antes había rechazado una invitación a participar en la Bienal de San Pablo, solidarizándose con los que la boicoteaban, como un modo de protestar contra la dictadura brasileña.
La pintura, para sobrepasarla o afirmarla, parecía ser un problema en sí misma. Así en ese año, 1971, Macció hace una excelente exposición titulada Pintura pintada. Otros buscaban publicitarse como los defensores de la pintura. Lo cierto es que la dinámica hasta ahora descripta se vivía como pasada y que el período de rupturas se había terminado y que después de 1973, y más particularmente de 1975, muchos de los que se habían apartado de la realización de obras, particularmente de la pintura, vuelven a su quehacer. Verbigracia yo mismo, pero también León Ferrari, la artista conceptual Margarita Paksa, Juan Pablo Renzi, uno de los líderes Tucumán Arde, y Pablo Suárez. Estos dos últimos a través de una obra muy realista al principio. Ante la desilusión política, muchos aceptaron replegarse a la cultura artística que antes querían superar. La individualización y la voluntad de hacer una obra de calidad y perdurable, que pueda venderse, parecieran ser las características de esta época. Esto ocasionó que se valorizaran las obras de artistas de calidad, pero que también surgieran meros académicos apenas disfrazados de modernidad. En líneas generales se pueden detectar las siguientes tendencias:
1. Un rebrote de la pintura geométrica pero dentro de la línea de la geometría sensible (Torroja, Carlos Silva, que en 1965 había ganado el Premio Nacional Di Tella, Gabriel Messil, que antes había pasado por la estructura primaria, y dos que habían sido informalistas, Casariego y Wells). La geometría dura (Ary Brizzi, a los autollamados “generativos”, Mac Entyre y Vidal) naturalmente continúa.
2. Una figuración muy figurativa pero en una conexión entre lo absurdo y lo surreal: Jorge Alvaro, Mildred Burton, Sergio Camporeale, Delia Cancela y el exitoso Guillermo Roux. Casos aparte en esta línea es Diana Dowek por el sentido político de sus obras y Fermín Eguía por la gran originalidad de su imagen entre el humor y el ensueño.
3. Una pintura de espíritu abstracto y referencia figurativa que comprendía una amplitud de variantes: Hugo De Marziani, Américo Castilla, Elda Cerrato, Oscar Smoje, Felipe Pino, Jorge Pietra, Pirosi, etc. Esta tendencia se va definiendo al fin de la década. Pero hay que tener en cuenta que es ese momento cuando se implanta el terror.
4. La geometría americanista que comienza a formularse en esa década del setenta pero que se afirma en la del ochenta. Sus padres provienen de la línea del Hard Edge de Estados Unidos, donde vivieron, pero este origen les sirvió para definir lo propio de una abstracción de raíz precolombina. Ellos son Cesar Paternostro y Alejandro Puente, que en realidad son artistas también de la generación del sesenta. Artistas de la generación del setenta, comienzan un americanismo constructivo antropomórfico inspirado en Torres García. Ellos son Adolfo Nigro, Julián Agosta, Alberto Delmonte y Adrián Dorado.
5. La presencia de una nueva escultura con materiales no tradicionales. Sus inspiradores son hombres de nuestra generación como Juan Carlos Distéfano y Alberto Heredia y lo hacen a partir de 1972. Heredia (el de las cajas de Camembert de 1963) utilizando dentaduras, restos de yeso ortopédico, pedazos de madera, sillas, trapos como vendas, no sólo rompe con toda tradición escultórica sino que es el primero en dar una imagen brutal para una época que comenzaba a ser brutal. Distéfano, con poliéster y esmalte epóxico, y una muy perfecta realización, presenta también una imagen no menos brutal y asfixiante. Ellos retoman el espíritu de lo que había sido nuestro grupo y su voluntad de imagen desnuda pero metafórica de la realidad, pero en una etapa menos ruptural y más angustiada. Retomaron lo mejor de ese camino, que en cambio en la pintura se había amanerado con fórmulas provenientes de una mala interpretación de Bacon. Este esplendor de una nueva escultura, el fenómeno más importante de esta década, a mi ver, lo reafirman también dos maestros de generaciones anteriores a la nuestra que se renuevan vigorosamente. A fines de la década del sesenta, Líbero Badii a sus extrañas construcciones de enigmática presencia figurativa les añadió color con su consecuente sensación de estallido. Enio Iommi, artista constructivo de la línea concreto-invención, comenzó en 1978 una serie de obras de sentido opuesto, deconstructivas, con el uso de adoquines, alambres retorcidos, mármoles rotos, pedazos de madera y de lata. Se aproximó así de una manera singular a un desconstructivismo y a una antiestética del caos y la yuxtaposición. Por último, debo mencionar a Norberto Gómez, que a comienzos de la década del ochenta pero, aún bajo la dictadura militar, presentó dentro de una línea vinculada a Distéfano y Heredia, una exposición donde, en metáfora escultórica, se refería de manera muy elocuente al imperio de la muerte que se vivía, por medio de imágenes de asado, de tripas y huesos.
6. Un grupo que dominó toda la década y se proyectó a la siguiente fue el grupo CAYC, que recibió este nombre del Centro de Arte y Comunicación. Su director, Jorge Glusberg, concentró y promovió a sus integrantes, uno de los cuales era él mismo. Originariamente se llamó Grupo de los Trece, luego al reducirse a diez primero y después a seis aceptó la denominación que le daba la gente. Ellos, con un criterio conceptual, han continuado en el espíritu de las experiencias visuales de fines de los sesenta. El planteamiento de cada uno de ellos es absolutamente personal y muy libre. Clorindo Testa, Luis Fernando Benedit y Jacques Bedel, son también conocidos arquitectos. Los artistas de este grupo juegan con textos, volúmenes abiertos, volúmenes cerrados, pinturas, esculturas, instalaciones umbandas (Alfredo Portillo) hasta organismos vivos: Benedit y Víctor Grippo. Son artistas de gran originalidad. Entre los artistas que se retiraron del grupo por su importante obra conceptual vale mencionar a Leopoldo Maler, Juan Carlos Romero y Horacio Zabala. Vinculado con estos últimos Edgardo Vigo, artista y poeta de la ciudad de La Plata que inició lo que dio en llamarse “poesía visual” y “arte por correo”.
7. Un caso particular es el de Carlos Gorriarena, artista que a su madurez definió, en los años setenta y en el contexto de la dictadura, una imagen tan pictórica como política. Lo irracional de nuestra sociedad está reflejado en manchas que dibujan, de mucha densidad colorística por las que pasan los miembros de ella y del poder. Lo social –paisajes de la miseria- también está presente en la obra de Norberto Onofrio. Luego, a comienzos de los ochenta, Marcia Schvartz, de regreso de Europa, expuso una obra satírica de raíz más expresionista, con mirada singular hacia la vida cotidiana.
Al promediar la década, en 1976, se instaló el terrible gobierno del general Videla (luego continuado por los de Viola, Galtieri y Bignone). Muchos artistas, por diversas razones –algunos de ellos luego de ser detenidos y torturados- pero siempre vinculados al hecho de que no querían estar bajo el régimen, se van a otros países. Otros fueron, como Franco Venturi, pasados a la incalificable categoría de “desaparecidos”, o perdieron de esa manera a miembros de su familia: Carlos Alonso, Roberto Aizenberg, León Ferrari y Edgardo Vigo.
1983-1993: Eclosión numérica y “democratización” pictórica
La democratización llegó al final gracias a la propia torpeza militar, patéticamente manifiesta en la guerra de las Malvinas. La resistencia más ejemplar la habían hecho las Madres de Plaza de Mayo. Algunos artistas habían colocado con ellas siluetas, por todas partes, de los detenidos-desaparecidos.
En los ochenta volvieron los que habían partido por asfixia política pero también otros que estaban afuera desde antes o, al menos, comenzaron a exponer asiduamente. Yo, que había vuelto a pintar en 1975, un año antes de partir para Europa, expuse a menudo en Buenos Aires a pesar de mi ausencia hasta 1987, año en el que regreso.
Lo que es propio de los años ochenta es la aparición casi simultánea de artistas de la generación del setenta (generación que, en términos generales, fue anulada, postergada o asesinada) y la de esa década. Pero también toman su lugar de importancia en las artes plásticas artistas de los años sesenta que por razones ya indicadas habían dejado de hacer obras. Por ejemplo: León Ferrari y Pablo Suárez. Éstos con sus incesantes búsquedas y con sus objetos de profunda ironía sobre lo religioso, el primero y sobre la realidad y su permanente inconformismo, el segundo, se muestran como los más jóvenes entre los jóvenes. Otro fenómeno es la madurez en los planteamientos de objeto-concepto que toman los artistas que aun restan en el grupo CAYC: Benedit, Bedel, Portillo, Testa y Grippo. Juan Carlos Romero que había pertenecido a ese grupo, lideró una tendencia conceptual con sentido político. Por otra parte, un artista como Carpani, asociado a la lucha militante, reaparece con una irónica serie sobre el exilio.
Con respecto a las nuevas generaciones (hablo en plural por la razón indicada) creo que han aportado muchos nombres nuevos, pero que sólo una pequeña cantidad ha tenido un apoyo de la crítica o simplemente lugares para exponer. Esto contrasta con la manera notable en que ha sido promovida la obra de Guillermo Kuitca, artista muy joven y talentoso. Pese a sus individualismos, todos ellos tienen como común denominador la superación natural del límite figuración-abstracción, cuestión que para nosotros, veinte años antes, era todo un problema a superar. De la misma manera, el espacio real y el sugerido se alternan como así también los elementos propios del lenguaje pictórico con la escritura. Se tiende a la síntesis: pintura, concepto e instalación. Comienzan, asimismo, a imponerse a nivel nacional muchos nombres de artistas del interior que defienden el derecho de mantenerse en sus provincias. La línea americanista se acentúa. Continúan apareciendo nuevos escultores, como Longhini y Hernán Dompé, Pájaro Gómez, Fernando García Curten, de gran calidad, y los prometedores Fortuny, María Causa, Tulio Romano y muchos más. Pero esta eclosión es fundamentalmente pictórica y femenina. Me estoy refiriendo a un problema de cantidad, sin que por esto excluya la calidad, pero ésta no se da en la misma proporción. La “liberación” femenina explica mucho el fenómeno, dado que la mayoría de los nuevos artistas que pujan por espacios de exposición son mujeres y no siempre jóvenes. Hay muchas artistas mayores de cuarenta